miércoles, 30 de noviembre de 2016

Nada en común (VII)

1965

La Iglesia clausuró el Concilio Vaticano II en 1965. Sus consecuencias fueron bastante tristes para la Cristiandad, y por supuesto para toda España; no en vano España y Catolicismo son consubstanciales.

La apertura dialogante con el mundo moderno que era aconsejada por el Concilio mutó en el caso de España por un desapego a la tradición y a la esencia cristiana, por parte de laicos, sí, pero muy especialmente por un importante sector del clero, al que no se sustrajo la Jerarquía.

Su voluntad de promover el desarrollo de la fe católica se vio truncada, dando paso precisamente a lo contrario, a una laxitud de la fe, y a una laxitud de las costumbres, llegando al extremo de defender postulados democráticos que por otra parte no han sido admitidos en la estructura de la propia Iglesia.

De triste recuerdo para la Iglesia española, y para España, son nombres como Tarancón, Cirarda, Argaya, Añoveros, Jubany o Setién. Tan sólo un pequeño grupo de obispos encabezados por Don Marcelo González y por Don José Guerra Campos se mantuvo fiel a la ortodoxia católica, pero se vio condenado al ostracismo. Un hombre de la categoría intelectual de Monseñor Guerra Campos, sería relegado en 1973 a la diócesis de Cuenca, diócesis que, históricamente, lo es de castigo.

Los nuevos nombramientos de obispos vinieron a engrosar el cartel de “progresistas” al frente de las diócesis españolas, y es que, a pesar de un concordato que permitía al Jefe del Estado elegir entre una terna propuesta, jamás se llegó a cumplir el requisito. Motivo: Franco había manifestado a sus íntimos que, del mismo modo que él no presentaba una terna al Vaticano cuando nombraba un general, no veía lógico que el
Vaticano le presentase una terna para elegir un obispo.

Pero esa prerrogativa no la había marcado él, sino que era una cuestión histórica que le trascendía. ¿Cómo la obvió? Marcando inexorablemente el primer nombre de la lista.

Como en el Vaticano se dieron cuenta de la costumbre, optaron por situar en primer lugar el nombre que deseaban poner al frente de la diócesis vacante.

Las secularizaciones de sacerdotes sucedieron al final del Vaticano II como una plaga de langostas. Los curas “obreros” ayudaron  irremisiblemente a la desacralización de la religión (¡como si un sacerdote “como procede” no tuviese suficiente labor a realizar durante todo el día y durante todos los días del año!). El Vaticano perdió el norte; la Jerarquía perdió el norte, y la Iglesia en su conjunto perdió el norte, y por supuesto los fieles. El objetivo principal del Concilio Vaticano II se vino rotundamente al suelo.

El desconocimiento de las verdades fundamentales de la Fe, por parte de la mayoría de los católicos, llegaría en pocos años a ser alarmante. A los veinte años del Concilio Vaticano II, las vivencias de un bautizado iban quedando reducidas a una sensiblería que hace referencia a tradiciones populares ligadas al pueblo natal o, incluso, a imágenes que, desde la perspectiva del sujeto, no tienen casi relación con la Virgen o
con los santos que representan. Preguntemos a los devotos de aquellos que ya pertenecen a la Iglesia celestial sobre cualquier aspecto de la vida de los objetos de sus devociones y entenderemos de lo hasta aquí afirmado. De hecho, pueden presenciar ofensas a Cristo, a María o a la Iglesia o contemplar impasibles películas con idéntico argumento sin sentirse ofendidos. Da lo mismo que la Virgen tuviera más hijos o no o
que los tuviera Jesús con la Magdalena. El alejamiento de muchos, que se confiesan católicos, de la dogmática católica, es mayor que aquel que sufrieron, por ejemplo, los primeros protestantes.

Algo similar sucedería con el comportamiento moral de bastantes miembros de nuestra Iglesia. Aún conociendo la doctrina católica, el relativismo que profesan conlleva que el creyente no se sienta afligido por la conculcación de la misma en materias que deberían afectar, gravemente, a su conciencia. Público y notorio son las expresiones repetidas de "para mí no es pecado" vivir en concubinato o abortar o el mal llamado matrimonio gay, etc.

Algo bueno, no obstante, tuvo el Concilio Vaticano II para los cristianos: no marcó ningún dogma, y el propio Pablo VI tuvo que reconocer que el humo del Infierno se había introducido en la Iglesia.
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