viernes, 11 de marzo de 2016

Idilia, una historia del futuro (2)


Andrés, hijo único de un matrimonio que a los tres años de su nacimiento se había divorciado, no había sufrido por ello, ni aún por el hecho de que un día su madre decidiese suicidarse, y su padre, tras esterilizarse, hubiese cambiado hasta cinco veces de pareja, una de ellas con una cabra macho.

El divorcio de sus padres, acto de su libérrima voluntad, no significó inconveniente, dado que el sistema se encargó de todas sus necesidades. En ningún momento le faltó asistencia de todo tipo, tanto alimenticia como de diversión y de formación profesional. Su felicidad era completa.

La muerte de sus abuelos tampoco le significó ningún trauma. Y es que un día fallecieron plácidamente, con la debida asistencia, en una de las estupendas residencias de ancianos que para su deleite había creado la ciudad de Idilia. La administración de Idilia estaba en todos los pormenores.

Por otra parte, sus abuelos habían sido sumamente felices en estas residencias, donde no precisaban tan siquiera la visita de sus hijos ni de sus nietos; donde la felicidad era total. Tanto, que hasta desconocían el nombre de su nieto, ya que sus padres, conscientes de la felicidad en que vivían los abuelos, nunca se preocuparon de que nieto y abuelos se encontrasen. Andrés nunca supo si tenía algún primo, aunque le sonaba que sus padres tenían algún hermano.

No tuvo que asistir a la defunción de sus abuelos y nunca supo cómo se produjo. Tampoco tuvo necesidad de participar en el funeral de su madre; sencillamente porque nunca se realizó. Los servicios funerarios de Idilia se encargaron de todo, haciendo desaparecer el cadáver, para evitar traumas innecesarios en los familiares. Era la práctica habitual.

Su padre era una persona muy ocupada que, lógicamente, no tenía tiempo para perder con la educación de su hijo, y esta, en definitiva, era otra cuestión también observada a la perfección en Idilia, ya que el perfecto servicio de guarderías se encargaba de la educación y atención a todos los niños.

Así, en este mundo que bordaba la perfección, Andrés se educó conforme a unos métodos pedagógicos casi perfectos donde el tratamiento educativo atendía el desarrollo de los más atrasados, y facilitaba que los más adelantados fuesen al ritmo de aquellos. Todo en aras de la más estricta igualdad, evitando crear clases y diferencias odiosas entre los alumnos, al objeto de dar igualdad de oportunidades.

En este sentido, Andrés no tuvo ningún problema y se desarrollaba de manera ejemplar. A la postre, el divorcio de sus padres facilitaba la labor de la guardería. Y cuando su madre se suicidó, la labor de la guardería se vio liberada de su rémora, que por otra parte era manifiesta en algún otro niño, cuya madre no optó por el suicidio.

Así, en varias ocasiones a lo largo de su vida educativa, observó los problemas que acarreaba tener padres, ya que alguno de sus compañeros tenía la desgracia de tenerlos.

Observaba cómo la guardería, que contaba con miembros internos, como Andrés, y con miembros externos, iba paulatinamente engrosando el número de internos al tiempo que en la misma proporción disminuía el de externos.

El motivo no era otro que los externos iban convirtiéndose en internos con motivo de que sus padres desaparecían.

Él no llegó a enterarse hasta que fue avanzando en edad, pero no dejaba de extrañarle la actitud de esos compañeros, quienes ocasionalmente lamentaban la desaparición de su padre, de su madre, y en ocasiones de ambos.

El asunto no era tabú, porque en Idilia no existía ningún tabú, pero no se hablada de determinadas cosas, o siempre que se hacía, principalmente por parte de los políticos que se habían dado a sí mismos, las referencias se producían con merecido desprecio.

La administración de Idilia no prohibía tal tipo de lamentaciones, porque en Idilia no había nada prohibido, pero eran consideradas posturas poco acordes con la realidad, y el desprestigio social era manifiesto hacia quienes eran descubiertos quejándose de esos hechos, pero era una reacción popular, libre, generalizada, y como consecuencia, benéfica.

Andrés, y con él un importante número de los niños internos, sufrían de mala manera las quejas de sus compañeros, y procuraban, al tiempo que les recriminaban su triste actitud, evadirlos de esos pensamientos, que los separaban del grupo y que los hacían diferentes.

En una ocasión sucedió algo gravísimo. Teniendo siete años, un nuevo niño engrosó el número de internos. La primera noche se la pasó llorando y al siguiente día no quería atender en clase ni participar en las actividades comunes, insistiendo que quería ir con sus padres.

Los cuidadores demostraron una paciencia infinita durante tres días, como posteriormente manifestaron a todos los alumnos, y un cariño extraordinario. Le regalaban caramelos; le daban doble ración del postre que más le gustaba, jugaban con él más que con los demás, le permitían ver tres canales de televisión a la vez, pero no consiguieron nada.

Era tal su insociabilidad, que al cuarto día, durante la clase de educación sexual, mientras se explicaba la utilidad de las relaciones homosexuales, tuvo que venir el director y llevárselo con sus padres.

La verdad era que casos como ese se producían muy esporádicamente puesto que, en breve espacio de tiempo, todos los internos eran sumamente felices en su situación de libertad, sin padecer el control de unos padres que, según le habían dicho, hasta les impedían ver la televisión en alguna ocasión.

Las actividades escolares atendían otros aspectos, tanto físicos como intelectuales; así, se cuidaba especialmente el fortalecimiento del cuerpo, pero sin influencias negativas, sino como modo de potenciar la belleza. Quedaba claro que el antiguo dicho “mens sana in córpore sano”, mediante el cual pretendía supeditarse la belleza y la fuerza física a principios obsoletos no tenía cabida en el sistema educativo de Idilia.

En Idilia, el deporte y los juegos físicos tenían una clara misión: satisfacer la propia personalidad del individuo, de cara a ser más bello, ya que la belleza física, según los principios que marcaban el ser de Idilia era la llave del éxito en la vida.

Otros aspectos, como la ya citada educación sexual, completaban esa educación, que se veía reforzada con el uso de los métodos audiovisuales; otra asignatura clave para el desarrollo de la personalidad, era la dialéctica de la autojustificación, mediante la cual, todos los alumnos aprendían a comprenderse a sí mismos, a justificarse y a defender sus posturas de autoafirmación como seres individuales, capaces de agruparse, en parejas, en tríos, o incluso en grupos más grandes, pero siempre con la idea clara de que tales uniones tienen justificación en tanto en cuanto satisfagan la propia voluntad.

Las matemáticas y la lengua también tenían su importancia, pero evidentemente de carácter menor, ya que sólo los técnicos necesitaban algo de matemáticas, y la lengua y literatura estaban ampliamente cubierta por los medios audiovisuales. En definitiva, no resultaba muy necesario conocer un sinnúmero de palabras, cuando con unas cuantas se tenía suficiente para hacerse entender, y las obras literarias estaban obsoletas dadas las excelentes películas producidas.

Quedaban expresamente fuera de las técnicas educativas aspectos retrógrados como la filosofía, producto de mentes retorcidas cuyo único fin es la manipulación y el engaño; y muy especialmente la historia, y por supuesto la religión; y es que todas trataban temas sin ningún valor útil para el desarrollo de las actividades de Idilia.

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