Intentando identificar el movimiento
Por otra parte, es común identificar cátaro con albigense. Sin embargo ‘cátaro’ es un apelativo que significa ‘puro’ y que, como tal, fue empleado por diferentes herejías (que por supuesto se consideraban los puros, los elegidos) para autodesignarse. Hay que señalar que, para lo que ahora nos ocupa, el nombre exacto que debemos utilizar es el de albigense, conociendo que también fueron conocidos por otros nombres; así, en Italia se les conoció como patarinos, y constituyeron entre los siglos XI y XII la más peligrosa herejía, no sólo dentro de la Iglesia sino también dentro de la sociedad civil.
Hablaremos de los indistintamente de los cátaros y de los albigenses, aunque éstos sean una rama de aquellos. El nombre de éstos últimos procede de Albi, en latín Albiga, la actual capital del departamento del Tarn, en Francia, y se trata de una secta neo-maniquea que tuvo su esplendor en los siglos XII y XIII.
El nombre de albigenses, que les dio el Concilio de Tours de 1163, prevaleció hacia el fin del Siglo XII y fue durante mucho tiempo aplicado a todos los herejes del sur de Francia. También se les llamó cátaros (katharos, puro).
La propaganda nos señala a los albigenses como pacifistas, pero la verdad es que las actuaciones de los albigenses no se regían por los principios llamativamente pacifistas de los perfectos, sus santones y padres espirituales; bien al contrario, las iglesias eran saqueadas, ultrajados los sacerdotes, y no bastaban las armas espirituales para contener a los barones del Languedoc. En vano los inquisidores Reniero y Guido, y el legado Pedro de Castelnau, excomulgaban a los sectarios e imploraban el auxilio del brazo secular. A tales exhortaciones respondía el conde de Tolosa, Raimundo, lanzando sus hordas de Ruteros contra las iglesias y monasterios, y se negaba a ayudar a los inquisidores en la persecución de la herejía.
En cuanto a los principios doctrinales, poco podemos decir, pues es poca la documentación de primera mano y de procedencia cátara que ha llegado al alcance de los historiadores (con lo que a los aficionados a la historia lo que nos ha llegado no es sino alguna referencia): El "Libro de los dos Principios", el "Ritual Latino", el "Ritual Occitano", un fragmento del "Ritual de Dublín", y el "Anónimo".
Joaquín Guillén Sangüesa, en su “Guillermo de Tudela y la canción de la cruzada contra los albigenses” señala que entre todos ellos destaca el "Libro de los dos Principios", por ser el más importante y extenso. Las otras fuentes de las que disponemos proceden de la Inquisición: El "Registro de la Inquisición" de Jacobo Fournier, obispo de Pamiers (1318 - 1328), y el libro de un "Perfecto" cátaro convertido al catolicismo, Raynier Sacconi: "Suma de Catharis et Leonistis seu pauperibus de Lugduno".
El carácter dualista de los albigenses y su vinculación con otras iglesias disidentes que surgieron de forma simultánea en los Balcanes –el llamado “bogomilismo”- abonaron una amplia corriente historiográfica de tendencia católica que definía el catarismo como no cristiano por esencia y lo relegaba de una manera exclusiva a las influencias orientales.
Para esta corriente, y según señala Antoni Dalmau i Ribalta en su obra Els càtars: una veu silenciada, el dualismo absoluto del catarismo sería claramente irreconciliable con las tesis de la ortodoxia cristiana y tendría sus orígenes en el maniqueísmo surgido en el siglo III de nuestra era y en diversas sectas gnósticas. Hoy las cosas se ven radicalmente distintas. La evidencia de algunas diferencias insalvables entre maniqueos y cátaros respecto a diversas cuestiones esenciales han hecho concluir a la historiografía moderna que es incorrecto continuar tildando el catarismo como una herejía maniquea o neomaniquea.
Por otra parte, hay reivindicaciones de quienes hoy se definen como cátaros, que afirman:
1. La Montaña del Ruiseñor (cerca del Efeso antiguo) - este fue el lugar de la ultima residencia terrestre de la mismísima Maria, madre de Cristo. Allí Ella continuó transmitiendo las enseñanzas y verdades que trajo Cristo. Así, su mensaje de amor, lejos de morir, continuó extendiéndose y multiplicándose.
2. El teogamismo eslavo de los siglos I al IV. Andrés el Primer Llamado, discípulo de la Madre Divina (madre de Cristo) se dirige de la Montana del Ruiseñor a las tierras de los escitas y los eslavos. El trajo la espiritualidad hasta estas tierras y allí, a su vez, multiplico el mensaje de la divinidad potencial que todos somos. Durante algunos siglos, en el territorio de Rusia y las tierras contiguas de la Europa del Este, prosperó la espiritualidad antidogmática del amor puro. Su memoria se ha conservado en las leyendas secretas del pueblo ruso y en las escuelas espirituales de la Alta Edad Media que existían en los Balcanes y que sufrían represiones constantes por parte de la teocracia imperial de Bizancio.
3. El catarismo europeo de los siglos XI al XIV. Místicos y maestros espirituales de la espiritualidad eslava teogámica trajeron su doctrina a la Europa Occidental, donde una tras otra se formaron las escuelas de sus continuadores. De inmediato se sometieron a las persecuciones de los poderes católicos. A los cristianos verdaderos y auténticos (discípulos de la verdadera espiritualidad) les declararon partidarios del maniqueísmo -y les comenzaron a perseguir como herejes. La primera hoguera que encendieron en el Occidente fue en la frontera del año mil, supuso la represión de los católicos sobre la comunidad de los cataros. A pesar de ello, la espiritualidad del amor puro cautivaba los corazones de muchos pueblos y nació la base de una civilización única, que existió durante siglos en las costas del Mediterráneo.
Para los cátaros la iglesia católica y su organización, así como sus sacramentos y símbolos, son malignos. Y para referirse a ella la llaman La gran Babilonia, La basílica del diablo, etc. Niegan el dogma de la Santísima Trinidad, también rechazan el Antiguo Testamento y, del Nuevo Testamento, reivindican el de San Juan como el único verdadero.
Las tendencias historiográficas hoy existentes, algunas cargadas de lo que podríamos calificar como espíritu de los tiempos,[1] en tantas cosas parecidas a cualquier cosa que no sea cristiana, afirman que lo que opone finalmente el catarismo al catolicismo, más que una divergencia dogmática y teórica entre monismo y dualismo, es una divergencia de práctica sacramental – bautismo del Espíritu o eucaristía- entre dos iglesias cristianas que tanto la una como la otra pretendían recibir de Cristo el poder y el gesto de la salvación de las almas y que, eso sí, se excluían una a otra.
No obstante, si bien en menor escala que en lo tocante al conflicto social, a la lucha y a la represión, podemos hacernos una idea más o menos clara de algunos principios que no parecen abonar afirmaciones como la transcrita anteriormente.
Los albigenses afirmaban la coexistencia de dos principios opuestos entre sí, uno bueno, y el otro malo. El primero es el creador del mundo espiritual, el segundo del material.
El mal principio es la fuente de todo mal; fenómenos naturales, bien ordinarios como el crecimiento de las plantas, o bien extraordinarios como los terremotos, al igual que los desórdenes morales (guerra), deben serle atribuidos. Él creó el cuerpo humano y es el autor del pecado, que nace de la materia y no del espíritu. El Antiguo Testamento debe serle parcial o totalmente atribuido; mientras que el Nuevo Testamento es la revelación del Dios benefactor. Este último es el creador de las almas humanas, a las que el mal encerró en cuerpos materiales tras haberles engañado para dejar el reino de la luz. Esta tierra es un lugar de castigo, el único infierno que existe para el alma humana. El castigo, sin embargo, no es eterno; pues todas las almas, al ser de naturaleza divina, deben ser liberadas a la larga. Para llevar a cabo esta liberación Dios envió a la tierra a Jesucristo, quien, aunque perfectísimo, como el Espíritu Santo, es aun así una mera criatura. El Redentor no habría podido tomar un cuerpo humano genuino, porque de ese modo habría caído bajo el control del principio del mal. Su cuerpo fue, por tanto, de esencia celestial, y con ella penetró por la oreja de María.
Sólo aparentemente nació de ella y sólo aparentemente padeció. Su redención no fue operativa, sino solamente instructiva. Para disfrutar de sus beneficios, uno debía hacerse miembro de la Iglesia de Cristo (los Albigenses). Aquí abajo, no son los sacramentos católicos sino la peculiar ceremonia de los albigenses conocida como consolamentum, o “consolación”, la que purifica el alma de todo pecado y asegura su inmediata vuelta al cielo.
La resurrección del cuerpo no tendrá lugar, puesto que por su naturaleza toda carne es mala.
Así pues, la historia de la humanidad no es otra que la progresiva salvación de los espíritus caídos que, si no han recibido el Consolamentum en el momento de su muerte corporal, se ven obligados a lo que hoy llamaríamos sucesivas reencarnaciones.
En este sentido, el fin de esta historia de la humanidad –es decir, el fin de los tiempos-, se producirá, siempre según la doctrina de los cátaros cuando el último de estos espíritus seducidos por Satanás y alojado en la carne corruptible de un cuerpo humano pueda salvarse: “Entonces los justos resplandecerán como el sol en el reino de su Padre” (Mateo 24,28). Y no habrá ni juicio final ni, muy significativamente ningún tipo de infierno, ya que el único infierno no es otro que este bajo mundo, que será destruido y volverá a la nada de donde surgió.
Según la teoría cátara, la muerte del nazareno, en caso de que muriera de veras, fue casi fortuita; desde luego no constituyó el extraordinario instante redentor de la historia que ha proclamado la Iglesia.
Los cátaros se mostraron a las poblaciones cristianas como unos predicadores (itinerantes y pobres individualmente) de la Palabra de Dios. En unos tiempos en que la Iglesia Católica solo citaba los textos sagrados en latín, con lo que, en principio, resultaban incomprensibles para el pueblo, los cátaros los tradujeron a la lengua romance.
El uso del matrimonio era para ellos más gravemente pecaminoso que el adulterio, el incesto, la homosexualidad o cualquier otro acto de lujuria, porque se ordena directamente la procreación de los hijos, lo cual es esencialmente demoniaco.
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