martes, 30 de agosto de 2016

Los Cátaros (5)

El entorno social de los albigenses

La doctrina cátara en los siglos XII y XIII encontró una fuerte acogida en las regiones del Condado de Tolosa entre todas sus clases sociales. Los grandes señores, si bien parece que no profesaban, lo apoyaban y permitían de forma explícita. Tenían parientes y amigos que si lo hacían, baste como ejemplo el del Conde Raimundo Roger de Foix (Conde de Foix 1188-1223) cuya mujer Phillipa, y su hermana Esclarmunda, fueron grandes damas del catarismo y recibieron el "Consolamentum"… Tal y como se desprende de las declaraciones inquisitoriales, los mercaderes y burgueses apoyaban mayoritariamente a la iglesia cátara.

¿Y por qué en Occitania y no en otros lugares? Hubo otros lugares, como Alemania o Italia, pero la razón no es que los prelados fuesen más inactivos que en otras zonas, pero quizá si insuficientes para la amplitud de las diócesis, donde quedaban lugares del ámbito rural de los que se encargaban curas mediocres que no podían luchar contra las predicaciones cátaras, las cuales encontraron acogida entre la gente. En el norte la interacción entre los eclesiásticos, el poder secular y el propio pueblo no les permitió proliferar.

En esta zona, la población cátara era entre el 5 y el 10% o más en las ciudades más contaminadas, y era tolerada por muchos más.

Al desarrollo de la herejía albigense en Provenza concurrieron el universal desorden de costumbres, harto manifiesto en las audacias de la poesía de los trovadores; la ligereza y menosprecio con que allí se trataban las cosas más santas; las tribulaciones de la Iglesia y desórdenes del clero, abultados por el odio de los sectarios, y, finalmente, la rivalidad eterna entre la Francia del Norte, semigermánica, y la del Mediodía. Entre los que tomaron las armas para resistir a la cruzada de Simón de Montfort no eran muchos los verdaderos albigenses: a unos les movía el instinto de nacionalidad, otros lidiaban por intereses y venganzas particulares, los más por odio a Francia, que era el brazo de Roma en aquella guerra.

Generalmente eran malos católicos, pero les interesaba poco el oscuro maniqueísmo enseñado en Tolosa y en Alby.

Buena prueba del espíritu dominante entre los provenzales nos ofrece la conducta de los trovadores durante la cruzada antialbigense. Casi todos se pusieron de parte de los herejes y del conde de Tolosa; pero ni aun en sus invectivas más feroces y apasionadas se trasluce entusiasmo por la nueva doctrina. Guillem Figuera, en su célebre Sirventesio, lanza mil enconada maldiciones contra Roma, engañadora, codiciosa, falsa, malvada, loba rabiosa, sierpe coronada; le atribuye todos los desastres de las cruzadas, la pérdida de Damieta, la muerte de Luis VIII, etc.; pero su ardor rabioso nada tiene de ardor de neófito. Si el poeta era maniqueo, bien lo disimula. Resumamos: la herejía fue lo de menos en la guerra de Provenza. Dominaba allí un indiferentismo de mala ley, mezclado con cierta animosidad contra los vicios, reales o supuestos, de la clerecía. Había, además, poderosa tendencia a constituir una nacionalidad meridional, que quizá hubiera sido provenzal–catalana, tendencia resistida siempre por los francos. Bastaba una chispa para producir el incendio, y la chispa fueron los cátaros.

La enseñanza de la religión quedaba en manos de los capellanes rurales, de escasa instrucción, algunos de ellos siervos nombrados como clérigos por sus señores. No se estaba, pues, en capacidad de responder a los predicaciones de los cataros. Estos más bien colmaron un vacío en el proceso mismo de cristianización. Según investigaciones arqueológicas, hacia el siglo XII aún había creencias paganas: en los subterráneos de
construcciones se han encontrado huellas del culto a la "dama blanca". Las sepulturas de Albi muestran persistencias de gestos, como la ofrenda de la tierra, las fracturas de cerámicas y los fuegos rituales. De manera que los cataros, en estos casos, no tuvieron que combatir con un catolicismo muy arraigado.

El clero veía en la vida laica la perdición, y solo la vida religiosa era digna de salvación. El clero veía además en la mujer la fuente de todo pecado y perdición. También se mostraba disconforme con la vida urbana que comenzaba a renacer: el auge del comercio podía ser un peligro para la explotación de los excedentes mediante el sistema económico feudal. Era por lo tanto difícil alcanzar la salvación para los laicos.

El primer hereje de Occidente fue un campesino de Champaña, Leutard, que a finales del año 1000, después de un sueño inspirado por Dios, predicó que se dejaran de pagar los diezmos. El creyente que era iniciado para ser Perfecto, antes de poder acceder a dicho estatus, debía recibir el Consolamentum de un Perfecto. Los Perfectos eran reconocidos por sus túnicas de color negro o azul marino, las cuales eran sujetadas a la cintura con una soga.

Tal y como se desprende de las declaraciones inquisitoriales, los mercaderes y burgueses apoyaban mayoritariamente a la iglesia cátara,  seguramente el hecho de que no condenaran explícitamente la usura y admitieran la tasa de interés en el préstamo dinerario, fuera un buen acicate para ello. De hecho el catarismo se dedica a una actividad perseguida por la Iglesia Católica: el préstamo con interés, la usura… En buena medida, el dinero también servía para préstamos, normalmente a la nobleza, con sus intereses correspondientes. A menudo, se renunciaba al interés a cambio de que el caballero receptor prestara su protección a los cátaros.

Apoyaban el catarismo los grandes señores feudales (y la pequeña nobleza también), porque estaban interesados en afianzar, delante de la feudalidad eclesiástica, las posiciones logradas y eran propensos a la adopción de una doctrina que comportaba la supresión del poder temporal de la Iglesia. Y para ello, los señores feudales de estos territorios, titulares de unos dominios en vías de consolidación, no dudan en acometer
contra los dominios de las iglesias, que constituían lógicamente un serio obstáculo para sus ambiciones expansionistas, acudiendo incluso a recursos como el bandidaje siempre que fuera preciso. También lo hacía la burguesía mercantil, que participaba cada vez más en el gobierno ciudadano y en la época inicial del capitalismo, aspiraba al libre comercio del dinero con la posibilidad de préstamo a interés (condenado por la
Iglesia católica) y veía con malos ojos las medidas antisuntuarias de la Inquisición y las persecuciones que ahuyentaban la mano de obra y el dinero. Frente a esto, el Catarismo se mostraba como una doctrina que no solamente no condenaba las actividades mercantiles, sino que incluso las favorecía. Y también lo hacían los artesanos, especialmente los textiles, fueron una de las clases predilectas de los cátaros.

Muchos Perfectos ejercieron ese oficio y los campesinos porque vivían en precarias condiciones, perjudicado por los diezmos y primicias eclesiásticos y porque deseaba un misticismo distante de la opulencia eclesiástica del momento.

A los primeros capitalistas les interesaba el catarismo —no el catolicismo— porque su enfoque del todo o nada sobre el mundo material permitía a los crecientes hacer lo que quisieran con su dinero. No obstante, es curioso destacar que el obispo, luciendo sus sedas, censuraba el dinero; los perfectos, con sus sencillos hábitos, admitían su necesidad.

Pedro de Bruis, antiguo clérigo provenzal, que a partir de 1105 predicaba 'la inutilidad de los templos, de las indulgencias, de los sufragios por los difuntos, del Bautismo y de la Eucaristía, así como la obligación de odiar la Cruz', puede considerarse 'un antecedente importante, un verdadero precursor y desbrozador del terreno del catarismo.

Recientemente, entre historiadores está surgiendo la tendencia a pronunciarse en el sentido de que los cátaros fueron descendientes lineales de los maniqueos. La doctrina, organización y liturgia de los primeros, en muchos aspectos, reproduce la doctrina, organización y liturgia de los primeros discípulos de Manes.

Por lo que se refiere a la implantación del catarismo, las franjas donde ésta era más fuerte podemos delimitarlas a la región entre las ciudades de Tolosa, Albi , Carcasona y Foix, territorios que pertenecían al conde de Tolosa (Raimundo VI), y a los vizcondes de Beziers-Carcasona (Raimundo Roger de Trencavel).

El bandolerismo y el pillaje abundaban hasta niveles increíbles, ejercitado principalmente por bandas de caballeros empobrecidos. Regía entonces la injusta institución del mayorazgo, que impedía la división de las tierras familiares, debiendo éstas, a la muerte del padre, pasar en su integridad al hijo mayor. Los otros — «segundones»— quedaban sin nada. De allí los apelativos de «Sin Blanca», «Sin Tierra», «Sin Ropa», «Desnudo» o «Infortunado» que a menudo acompañan al nombre rimbombante de los nobles de la época.

Los grandes señores feudales, si no pertenecían al catarismo, estaban estrechamente ligados a él por lazos de parentesco, vasallaje o amistad. Raimundo VI de Toulouse (1194-1222) llevaba siempre consigo un séquito de Perfectos dispuestos a darle el Consolamentum en peligro de muerte. Ramón Roger de Foix (1188-1223) vio recibirlo a su mujer Philippa y a su hermana Esclaramunda, dos grandes damas del catarismo.

La pequeña nobleza se adscribió directamente en gran número. Unos y otros actuaban con una cierta independencia, y aun hostilidad a veces, ante el poder eclesiástico y civil. Junto a ellos, la burguesía mercantil, que participaba cada vez más por sus cónsules en el gobierno ciudadano y en la época inicial del capitalismo, aspiraba al libre comercio del dinero con la posibilidad de préstamo a interés condenado por la Iglesia católica, y veía con malos ojos las medidas antisuntuarias de la Inquisición y las persecuciones que ahuyentaban la mano de obra y el dinero. Los
artesanos, especialmente los textiles, fueron una de las clases predilectas de los cátaros: muchos Perfectos ejercieron ese oficio y tisserand se convirtió, prácticamente. en sinónimo de cátaro. Los campesinos. en fin, en los que se refugiará el catarismo de los últimos tiempos, estarán contra los diezmos y primicias eclesiásticos y mirarán también por ello con simpatía al movimiento.

El porcentaje de mujeres que a mediados del siglo XIII fueron interrogadas como "Perfectas" en el Languedoc cátaro supera el cuarenta por ciento.
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