domingo, 7 de agosto de 2016

Aspectos económicos en el proceso separatista de América (20)

Esta situación, según Jerónimo López Soldevilla, comportó que “bastantes pueblos indígenas que producían antes para el mercado debieron tornar a una agricultura de subsistencia. En el periodo colonial, un gran número de comunidades indígenas se especializaban en el cultivo del trigo para los centros urbanos y mineros; otros dedicaban sus esfuerzos a la cría de mulas para el transporte y el trabajo pesado en las minas y fábricas.”  Ahora no tenían a quién suministrar sus bienes, siendo que “en 1800, estos pueblos criaban millones de mulas, pero hacia 1850, el número había descendido a tan sólo unos miles, con lo cual irreversiblemente el transporte, las comunicaciones y la agricultura también se vieron afectados.”

Parece que, si para la población urbana la “libertad” significó el principio de la esclavitud, para los indígenas no fue sino el principio de su particular infierno. No bastaba con la quiebra de sus negocios. Pronto, las élites se fijaron en las propiedades rústicas de los indígenas, e iniciaron una campaña de reparto, pero “aunque las élites hispanoamericanas a menudo afirmaban que el reparto de las tierras de los indígenas se hacía en su propio interés, eran muy conscientes de que estas tierras una vez parceladas caerían en manos de los terratenientes criollos. En algunos lugares, la apropiación de las tierras de los indios se debió a la necesidad, o al deseo, de que hubiera una mayor movilización de la tierra y de la fuerza de trabajo para producir materias primas para la exportación.

En este orden, y según señala Leslie Bethel, en Argentina, “entre 1824 y 1827, se hicieron varias concesiones extensísimas: algunas personas llegaron a recibir más de 10 leguas cuadradas (26.936 hectáreas) cada una. Hacia 1828 se habían concedido casi 1.000 leguas cuadradas (más de 2,6 millones de hectáreas) a 112 particulares y compañías, de los cuales diez recibieron 52.611 hectáreas cada uno. En la década de 1830, se habían transferido unos 8,5 millones de hectáreas de tierras públicas a 500 particulares, muchos de los cuales pertenecían a familias adineradas de la capital, como los Anchorena, los Santa Coloma, los Alzaga y los Sáenz Valiente, todos ellos miembros de la oligarquía terrateniente argentina.”  

“La administración también estaba dominada por los terratenientes. Juan N. Terrero, el consejero económico de Rosas, poseía 42 leguas cuadradas y dejó una fortuna de 53 millones de pesos. Ángel Pacheco, el principal general de Rosas, poseía 75 leguas cuadradas de tierra. Felipe Arana, ministro de Asuntos Exteriores, poseía 42. Incluso Vicente López, poeta, diputado y presidente del Tribunal Superior, tenía una propiedad de 12 leguas cuadradas. Pero los terratenientes más importantes de la provincia eran los Anchorena, primos de Rosas y sus consejeros más allegados; sus diferentes posesiones totalizaban 306 leguas cuadradas (824.241 hectáreas). En cuanto a Rosas, cabe decir que, en 1830, de entre un grupo de unos 17 propietarios que tenían propiedades de más de 50 leguas cuadradas (134.680 hectáreas), ocupaba la décima posición, poseyendo 70 leguas cuadradas, es decir, 188.552 hectáreas. Hacia 1852, según la estimación oficial de sus propiedades, Rosas había acumulado 136 leguas cuadradas (366.329 hectáreas).”

Lo que se hacía en 1824 en Argentina se había ensayado siete años antes en Venezuela con los territorios de los desadeptos al “libertador”, mayoritariamente compuestos por pequeñas propiedades, que finalmente quedaron aglutinadas en manos de unos pocos mediante una acción que habrá quien confunda con expolio puro y duro. Generales como Montilla se hicieron con 250.000 fanegadas, y Páez, conforme relata Luis Corsi, se vanagloriaba “de haber adquirido fincas que abarcaban 40 leguas de circunferencia con 12000 cabezas de ganado, mediante desembolso de sólo 9000 dólares, es decir, pesos, al cambio del momento.”

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