lunes, 9 de noviembre de 2015

IDILIA, UNA HISTORIA DEL FUTURO ( I )



Idilia era una ciudad perfecta, con una sociedad perfecta, donde todo, absolutamente todo, estaba medido y calculado por unas administraciones públicas volcadas en hacer feliz la vida de sus habitantes.


Desde la estructura de la ciudad, calculada para satisfacer todos los deseos de su pueblo, hasta el momento de la muerte, que en su caso era facilitada generosamente por esas mismas administraciones públicas mediante la aplicación de la eutanasia. Todo estaba ordenado para el disfrute.

Los servicios públicos; el transporte; el aborto; la eutanasia; el divorcio; la distracción al aire libre, en salas especializadas y en la televisión, sin dejar de lado los medios de comunicación, estaban hábilmente administradas hacia la libertad.

Si política y culturalmente se podía definir como avanzada, más, como puntera, urbanísticamente no era menos. Estaba concebida y estructurada en forma circular, en cuyo centro se encontraban los más variados centros de diversión; cines, teatros, salas de fiesta… Todo de lo más variado, donde, en plena libertad, se podía encontrar la mayor gama de diversiones que la mente humana pueda llegar a imaginar, y todo sin tabúes ni falsa moral.

En otro círculo concéntrico se acumulaba una gran diversidad de tiendas donde se podía encontrar todo tipo de enseres producidos en cualquier lugar del mundo, y todo interconectado con pasillos móviles y cubierto en toda su extensión para privar a sus visitantes de las inclemencias del tiempo.

En un tercer círculo se concentraba la población, en edificios inteligentes y habitáculos individuales, equipados con todos los adelantos técnicos; desde el más elemental al más sofisticado electrodoméstico; habitáculos desde los que se podían realizar todas las funciones humanas sin necesidad de salir a la calle; servicios automáticos de limpieza se encargaban de su labor sin incomodar a nadie, ya que por un sofisticado sistema, y de manera automática, se procedía a la limpieza de la mayor parte de las viviendas y lugares comunes, al tiempo que una legión de limpiadores acudía en cada momento donde eran requeridos, sin molestar en absoluto a nadie.

Hospitales especializados en todo tipo de enfermedades y accidentes se distribuían estratégicamente en un cuarto círculo, y en un quinto círculo, más alejado, se ubicaban las fábricas, todas bajo un estricto control ecológico.

Una estructura de ciudad de la que todos se sentían sumamente orgullosos, ya que los servicios estaban sobradamente garantizados, y lo que es más importante, todo gratuito, puesto que la administración pública era responsable de todo. Todo, así, estaba ordenado. Nada impedía ser feliz.

Las guarderías, ejemplares y asépticas, albergaban a un número reducido de niños, porque la gran estructura de Idilia ordenaba a la perfección el número que de los mismos serían necesarios en los próximos años, y a ese número se reducían. Con una peculiaridad: no existía ningún niño con minusvalía física ni psíquica, y todo gracias al servicio sanitario de Idilia, que cuando detectaba cualquier malformación en el feto, provocaba unos asépticos abortos, cuyos desechos eran aprovechados para fabricar unas estupendas cremas de belleza usadas por toda la población.

La administración de Idilia, exclusivamente compuesta por miembros de la asociación de homosexuales, ordenaba el número de nacimientos necesario para el mantenimiento de la sociedad, teniendo muy en cuenta el nivel de producción de cada uno, y dando libertad de tener un hijo a las parejas heterosexuales, quienes naturalmente no tenían ninguno, ya que preferían acceder a la esterilización gratuita y al divorcio, todo facilitado por el sistema y en busca del alto valor moral de mantener la cohesión social, y evitando un desproporcionado crecimiento que diese al traste con la estructura social que a todos beneficiaba por igual.

El mantenimiento del índice de natalidad, necesario para la existencia de la sociedad, era mantenido en una especie de residencias instaladas en el cuarto círculo de la ciudad, donde colectivos de mujeres eran inseminadas artificialmente, y producían de manera controlada el número y la calidad de los nuevos habitantes.

Desde la guardería, y hasta la Universidad, especial tratamiento recibía la educación sexual, donde quedaba manifiesto que la heterosexualidad era una opción de vida,  tan digna como la homosexualidad, pero con menos ventajas que ésta, ya que los puestos de control social les correspondían a ellos, y por otra parte, eran los heterosexuales quienes, en caso de necesidad, se verían obligados a facilitar la mano de obra necesaria para el funcionamiento de Idilia.

La medicina estaba sumamente desarrollada, llevándose a cabo, cuando la necesidad lo marcaba, fuese por enfermedad o por accidente inducido, los correspondientes transplantes de todo tipo de órganos, con un nivel de éxito cercano al 100%.

El clima social era, como puede colegirse, de pura paz y tranquilidad. Para desarrollar esa paz y esa tranquilidad, el colectivo dominante tenía organizada, además de la estructura educativa y de vivienda, el resto de las estructuras, ya fuese laboral, bancaria, prensa, televisión… Y un servicio de orden y policía que cumplía de manera diligente y sin molestar a los ciudadanos, las más diversas funciones de profilaxis social.

La libertad era total. La legislación protegía cualquier iniciativa, hasta el extremo que existía una veintena de emisoras de televisión, otras tantas de radio, y hasta periódicos electrónicos, que eran propiedad de dos importantes grupos, cuya posición preeminente les permitía formar parte del gobierno de Idilia, aunque no como responsables directos.

En el terreno laboral sucedía lo mismo, y el nivel de bienestar había llegado a tal límite, que los sindicatos, que habían conseguido estar financiados por la propia administración, habían conseguido para los trabajadores comedores en las propias empresas, y hasta dormitorios comunes, con lo que conseguían evitar desplazamientos inútiles, y mantener con extrema limpieza sus propias viviendas.

Y es que, con el sistema de guarderías evitaban la triste obligación de tener que atender a su familia. Así, las parejas, todas de hecho, por supuesto, tenían todo el tiempo del mundo para poder dedicarlo a ejercer sus derechos laborales.

En una palabra, la ciudad de Idilia había adoptado este nombre porque, en definitiva, vivía en un estado idílico de perfección.
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