miércoles, 6 de julio de 2016

Idilia, una historia del futuro (4)

Capítulo Cuarto

Andrés quedó preocupado por lo que le había mostrado su amigo, y sobre todo, por lo que le había contado de las gentes que habitaban más allá del desierto.

Marchó a su habitáculo, transportado por una impecable máquina que en el trayecto comprobó la idoneidad del espacio que en breve ocuparía; temperatura ideal, canal de televisión y programa preferido conectado, alimentos preparándose automáticamente en lo que podríamos denominar cocina; refresco en óptimas condiciones de ser bebido… Todo a pedir de boca.

Y es que Idilia tenía previsto, para bien de sus ciudadanos, los mejores servicios, dentro y fuera de su casa.

Pero esa noche Andrés no cenó. Tampoco quiso ver la televisión. Por primera vez en su vida había dejado de ver la televisión al llegar a casa. Alguna vez no había cenado, pero dejar de ver la televisión… eso eran palabras mayores.

Al día siguiente, en la Universidad, buscó a su amigo Antonio con cierto aire de desesperación que no escapó a los ojos siempre vigilantes de los guardianes secretos; de los miembros del servicio secreto de Idilia, cuyo cometido principal era el cumplimiento de las normas, y que su función pasase del todo desapercibida.

Quedaron conmovidos ante lo que consideraban la consecución de un nuevo acólito para la élite gobernante, y pasaron el correspondiente parte para el conocimiento de sus superiores, quienes anotaron un nuevo éxito en la hoja de servicios de Antonio.

Cuando ambos amigos se encontraron, Antonio, que ya era conocedor de la dinámica en estos casos, no dijo nada a Andrés, quién por su parte estaba interesado en seguir tratando sobre lo hablado la tarde anterior.

-    ¡Antonio!, respecto a lo de ayer…
-    Tranquilo. Ya seguiremos hablando esta tarde si quieres. Ahora vamos a clase, que ya es hora.

El día se hizo interminable para Andrés, que por primera vez en su vida sentía una sensación como aquella; una emoción inenarrable que le era provocada por una situación que desconocía, que le repugnaba porque la reconocía como hacha de todas sus convicciones, y que la buscaba porque intuía que algo nuevo y mejor (¿o peor?) tenía escondido en su conocimiento.

Antonio, por su parte, eludía la compañía de Andrés, lo que ponía frenético a éste y contentos a los agentes del gobierno, que no hacían sino corroborar lo que en su mente enfermiza habían identificado como realidad.

Al finalizar la jornada, ambos jóvenes marcharon juntos y se encaminaron al habitáculo de Antonio, que era permanentemente acosado por su amigo, quién no sabía cómo entrar en harina.

Una vez solos en el apartamento de Antonio, dijo Andrés:

-    Respecto a lo de ayer…
-    Ya no tengo la hoja. Como te dije, mi obligación era destruirla, y ya lo he hecho.
-    ¿Tú crees que esa gente tiene algo de razón?

Andrés comenzó a exponer a su amigo todas las dudas que tenía en la cabeza.

Primero se extrañó por lo referente a que estaba dedicado a destruir hojas como la que le había mostrado.

Antonio le explicó que él era servidor de la administración de Idilia, y tenía el cometido de perseguir la subversión.

Le dijo que Idilia estaba amenazada por las actividades subversivas de los agentes de Humania, que era la colectividad de personas que vivía más allá del desierto.

Los agentes de Humania, le informó, estaban desarrollando una importante campaña dentro de Idilia, donde intentaban reclutar personas con el objetivo de destruir el modo de vida de la comunidad, procurando entre muchas otras cosas que las personas comprendiesen que el divorcio es un mal social, y que la homosexualidad es una enfermedad.

También pretenden inculcar en los habitantes de Idilia que la familia es la base de la sociedad, y que la educación debe estar basada principalmente en la propia familia. Pretenden que la escuela sea un instrumento al servicio de la persona y de la familia, y estiman como un crimen el aborto y la eutanasia. Pretenden, además, que los hijos nazcan y crezcan en el seno de una familia…

Tienen principios que en Idilia están totalmente superados.

En aquel momento sonó el timbre del apartamento.

Era Helena, una espléndida muchacha que mostró sentirse contrariada al encontrar a Andrés y pretendió despedirse sin dar más explicaciones.

Pero Antonio le dijo que pasase y se sintiese tranquila, que Andrés era un amigo, compañero de la Universidad, que estaba aprendiendo cosas nuevas para él.

Reiniciaron la conversación, a la que Helena asistía como convidado de piedra. Se sirvió un refresco, y como veía que los amigos continuaban inmersos en su conversación, donde Antonio sacaba a colación extremos totalmente desconocidos para Andrés, y con ánimo de no interrumpir, optó por sacar un librito de su bolso y ponerse a leer.

Andrés paró la conversación, extrañado ante el hecho, y preguntó a Helena qué era aquello.

La muchacha se ruborizó, y en el gesto de Antonio entendió que Andrés estaba todavía demasiado verde para comprender lo que ella estaba haciendo.

-    Es un antiguo libro que por casualidad ha caído en mis manos, y lo estoy leyendo. Por mi parte podéis seguir charlando. Yo me distraigo con esto.

Andrés, que nunca antes había visto un libro, siguió mostrándose interesado, y es que, aunque la lectura de libros no estaba prohibida (en Idilia no había nada prohibido), estaba fuera de lugar, ya que todas las bibliotecas estaban cerradas, dada su manifiesta inutilidad.

Fue tal el interés mostrado por Andrés, que finalmente Helena se lo cedió para que lo leyese.

Se trataba de la edición de unos pensamientos de Miguel de Unamuno, un pensador español antiguo; una reducidísima colección de sentencias, editada en formato pequeño, como correspondía al número de las mismas, y que se titulaba “sarta de pensamientos”.

Andrés prometió devolvérselo al día siguiente, no sin preguntar antes el origen del mismo.

Helena se vio en un compromiso; era consciente de lo políticamente incorrecto de su afición. La lectura de libros no estaba prohibida, pero estaba olvidada; pertenecía a un obscuro pasado que nadie conocía y nadie quería conocer; un pasado donde la ignorancia y la maldad reinaban a sus anchas.

En el momento, lo políticamente correcto era ser televidente y recibir toda la información debidamente tratada por expertos, al objeto de facilitar su comprensión.

Sabía, además, que una de las preocupaciones máximas de los gobernantes de Idilia era precisamente esa, mantener debidamente informados a todos los habitantes mediante una constante información difundida por los medios de comunicación, fuese radio y televisión, fuese diarios electrónicos.

Una profusión de información que convertía en pasado lejano cualquiera de las noticias que hubiese sido emitida hacía una semana. Toda la información recibida por la población de Idilia era de suma importancia; toda era de última hora; toda convertía en obsoleto todo conocimiento anterior.

Ahora, Andrés tenía en las manos un librito que correspondía a la más cavernícola de las prehistorias. Pero la curiosidad le corroía interiormente, y no estaba dispuesto a perder la oportunidad de conocer lo que decía el tal Unamuno.

Antonio se mostraba preocupado, pero incapaz de salvar el momento de manera satisfactoria, animó a Andrés a su lectura.

-    Bueno, no está mal que leas prehistoria –espetó, riéndose -. Ya me contarás lo que parece. Seguramente es una “sarta de mentiras” a las que tan acostumbrada estaba la sociedad antes de disfrutar de la libertad de Idilia.
-    No será esto lo que tú persigues… –preguntó Andrés -.

Antonio soltó una sonora carcajada ante la duda.

-    Es cierto que esa obra que tienes en las manos, y por lo que tengo entendido, es leído por las gentes de Humania. Eso y muchas otras obras que puedes encontrar en las librerías de Idilia, pero aquí no están prohibidas. Aquí no hay nada prohibido. No obstante, será mejor que no le digas a nadie que te dedicas a tan funesta práctica. No te conviene.
-    No lo haré. Pero tú eres agente del gobierno y sabes que yo voy a hacer una cosa que no está bien vista…
-    Nosotros somos amigos. Y ¡qué caramba!, tú tienes la libertad de conocer otras cosas, aunque no esté bien visto que las conozcas. Lo que debes hacer es ser prudente y no comentar con nadie que dejas de ver la televisión por leer cosas trasnochadas.

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